Aquí les presento un pequeño homenaje al que para mí fue el maestro de maestros de los relatos cortos de terror. No diré su nombre porque es demasiado evidente, tanto por el estilo narrativo en sí, como por las referencias usadas: ciudad, mes, año, personajes...
Lo he escrito con el mayor de los respetos, aunque no deja de ser un humilde pero sentido intento de plasmar en letras mi admiración por dicho escritor. Espero sincemente no haber profanado su nombre. Si así fuera, que los perros se coman a este imbécil patán, que sus restos descarnados no descansen en sagrada sepultura, que su alma jamás encuentre reposo ni descanso...
Corría
el mes de octubre del año 1849. Aunque había viajado mucho por todo
el país, en esa época vivía yo en la ciudad de Baltimore. Llevaba
una vida despreocupada, que se sustentaba, sobre todo, en las muchas
rentas que mi familia cobraba, y de las que mis padres me hacían
partícipe, y también por la privilegiada posición social que la
misma mantenía, que me abría muchas puertas aún sin tener que
pagar por ello. De hecho, mi apellido provocaba no pocas
genuflexiones allá por donde se escuchaba. Mis únicas
preocupaciones eran: convencer a mis padres de que no estaban
dilapidando tontamente su fortuna al costearme las mejores
universidades, cosa que, por otro lado, sí hacían, pues no me
tomaba yo nada bien eso de la disciplina académica, y vivir lo mejor
posible, con la diversión hedonista como única meta en mi vida, y
con las fiestas, el lujo, los deseos satisfechos en el mismo momento
de su generación, hasta el punto de que cualquier mínimo capricho
era para mí una pulsión incontenible, y, por supuesto, las
conquistas amorosas como herramientas para alcanzar dicha meta.
Un
día iba camino de una de tales fiestas, acompañado por mi buen
amigo Edgar Allan. De hecho, ni sé por qué lo mento de tal manera,
“buen amigo”, pues más bien diríase que su compañía me
resultaba enojosa las más de las veces. Era el tal Edgar Allan un
buen muchacho y un buen estudiante, siempre presto a aconsejar a los
demás y a ayudarlos en lo que buenamente pudiera. Y, precisamente,
eso era lo que más me conducía a detestarlo. Despreciaba yo muy
particularmente su pretendida santurronería, hasta el punto de que
eran no pocas las ocasiones en que aprovechaba para pincharle en
público, y ridiculizarlo a tal extremo que el pobre muchacho
simplemente escondía la cabeza, cual avestruz, y no volvía a abrir
la boca durante el resto de la velada. ¿Y por qué seguía en su
compañía pues, podríais recriminarme? Pues lo cierto es que ni yo
mismo jamás sería capaz de responder semejante cuestión. Quizá
lo llevaba al lado como algunas princesas de Oriente llevan un mono
al hombro, para que su belleza resalte más aún, por contraste con
la peluda fealdad del animal. O quizá buscaba de su compañía por
alguna otra razón que ni yo mismo alcanzaba a entender. Qué más
daba eso. Nunca he sido de ese tipo de personas que se plantean
demasiado profundamente las cosas.
Pues
bien, camino íbamos ambos de una de esas fiestas, retomando el
asunto, y hablando sobre nuestros menesteres, cuando nos tropezamos
con una anciana mendiga sentada en el suelo que nos pidió limosna.
Edgar Allan no dudó ni un momento, y puso unas monedas en el regazo
de la harapienta, mientras yo le miraba la cara, completamente ajada,
y cuyos ojos no eran más que dos cavernosas cavidades sin vida. Y,
no obstante, hubiera podido jurar que, desde el fondo de tales
monstruosos agujeros, algo parecido a la vista taladraba, no mi
cuerpo, sino mi alma. Sí, juro que la vieja ciega me estaba mirando,
aunque ello pudiera parecer una locura, producto de una alucinación.
Y eso me inquietaba en extremo, pues no dado como era yo a sentir
ninguna inquietud, y sin que hubiera nada que turbara mi ánimo por
ningún motivo, la sensación producida me pareció desasosegante.
- Y
tú, guapo joven, ¿no le vas a dar nada a esta pobre vieja? -
díjome con una voz que parecía tan antigua como si hubiera salido
de las mismísimas entrañas de la tierra.
Y, a
pesar de ello, en un momento de lucidez recuperé cordura y dominio
sobre mí mismo, sonreíle con sarcasmo cual era mi costumbre, y,
escupiéndole en el regazo, le dije: - Ahí tienes, vieja, mi saliva
vale millones, pues proviene de rancio abolengo -.
Evidentemente,
Edgar Allan me miró de manera reprobadora, y durante el resto del
camino no paró de echarme discursos pletóricos de moralidad sobre
lo reprochable que había sido mi comportamiento con la vieja
andrajosa, hasta el punto que llegó a fastidiarme tanto con tanto
pretendido aleccionamiento que, finalmente, ya a las puertas de la
fiesta, le agarré con violencia por el cuello, delante de todos los
asistentes a la misma que iban llegando, y le grité, acercando
muchísimo su rostro al mío: - ¡NO ERES MI MALDITO PADRE, NI MI
MALDITA MADRE, NI NINGUNO DE MIS MALDITOS PROFESORES, ASÍ QUE DÉJAME
EN PAZ! -, tras lo cual lo empujé con fuerza, haciéndolo caer de
espaldas al suelo. El pobre diablo sólo pudo mirarme con rostro
lastimero, tal cual lo hubiera hecho un perro apaleado. Se levantó
intentando no perder la poca dignidad que le colgaba hecha jirones,
lo cual me pareció tan patético que casi tuve que contener una
carcajada, y, con la cabeza gacha y sin mediar palabra, se marchó.
- Bien
– Dije para mis adentros – Si se hubiera quedado hubiese
terminado estropeándome la diversión -.
Pero,
en dicha fiesta, diversión fue lo que menos encontré. Resulto ser
tan sólo una más, como todas las demás fiestas, sin nada que la
hiciera mínimamente diferente de los cientos de otras fiestas a los
que había acudido en los últimos meses. De hecho, me estaba
resultando tan mortalmente aburrida que decidí que no tenía ningún
motivo para seguir sufriéndola. Y me marché.
Durante
el camino de vuelta, volví a pasar por la misma calle donde estaba
la asquerosa vieja que nos encontramos a la venida. Y allí estaba
ella, sentada en el mismo lugar, otra vez mirándome desde su
ceguera, como si no hubiera despegado su pegajosa vista ciega de mí
en toda la noche. La calle estaba completamente solitaria. Y, entre
la discusión con Edgar Allan, y el poco solaz que encontré después
durante la velada que se supone que hubiera debido entretenerme, no
tardé en llegar a la conclusión de que, quizá, apalear a esta
vieja hasta la muerte me haría sentir algo mejor. ¿Por qué no?
Sería una experiencia nueva para mí, algo que jamás había hecho
antes, y que quizá me ayudara a deshacerme de esa sensación de
aburrimiento que aún me perseguía, como un mal olor que se nos pega
a la ropa y a las fosas nasales. Y ante mí tenía a la candidata
perfecta. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Sólo era un despojo
humano que ensuciaba las calles de mi ciudad. No sólo nadie la
echaría de menos, sino que, más bien al contrario, todo el mundo
que pasara por aquí se alegraría de no tener que tropezarse con
algo tan horrendo que empañara el transcurrir de su día. Así que,
si lo pensaba bien y con frialdad, y esto es algo con lo que incluso
el pobre Edgar Allan se vería obligado a estar de acuerdo, quitando
esta basura de este lugar estaba llevando a cabo un servicio a la
comunidad. Así que hacia ella encaminé decidido mis pasos, y,
cuando ya la tenía muy cerca, me quité el sombrero y lo dejé en el
suelo junto con mi capa, y agarré mi bastón de caoba por uno de sus
extremos.
- Así
que has vuelto, guapo joven. Aún tengo en mi regazo la limosna que
me diste antes. - díjome la vieja con sorna. -.
Y esa
voz, grave y terrosa, tan antigua como el propio mundo, me produjo
tal repugnancia que tan sólo dio fuerzas a mi homicida empeño. Sin
mediar palabra, me acerqué a ella hasta que estuve tan cerca que, de
haberlo querido, hubiera podido tocar mis botas con sus arrugadas y
asquerosas manos, y, a esa distancia, la miré desde arriba. Ella, a
su vez, levantó su cabeza, haciendo sonar todas y cada una de las
vertebras de su cuello deshecho, y, una vez más, clavó en mí una
mirada que no existía desde unos ojos que no estaban allí. Era
imposible, pero la anciana ciega... ¡me estaba mirando! Un
escalofrío me recorrió la espalda. No por miedo, pues dadas las
inclinaciones de mi carácter, resultábame harto imposible creer en
nada sobrenatural. De hecho, ni sabría decir qué me producía tal
espanto, ni por qué. Haciendo acopio de todas las fuerzas que en mi
corazón palpitaban, levanté el bastón por encima de mi cabeza, con
la asesina intención de descargarlo con brutalidad sobre la vieja
bruja. Pero ella seguía con su no-vista clavada en mí. Y cual no
sería mi terror cuando comprobé que, de sus cuencas vacías, de
repente, salieron sendas bolas, de textura parecida al plumaje,
brillantes y negras como la noche o el infierno. Y cada una de ellas,
para mi espanto, comenzó a deslizarse hacia abajo por su cara, como
horripilantes caricaturas de negras lágrimas, al tiempo que crecían
y crecían hasta convertirse en dos enormes pajarracos, dos cuervos
de terrorífico aspecto, que quedaron ambos posados sobre ella, cada
uno sobre uno de sus hombros, mientras ella continuaba mirándome
desde su vacío, con una mueca inerte en la cara. Tan horrenda visión
me dejó completamente paralizado. No pude, por más que lo intenté,
mover ni un músculo del cuerpo. Por más que mi mente le ordenaba a
mis piernas que dieran media vuelta y salieran corriendo de allí,
estas se negaban a obedecer. Y aquellos cuervos, graznando su
terrible melodía, se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos me arrancó
el ojo izquierdo, y el otro, el derecho. Mas no pude proferir, no ya
un grito, sino ni la más mínima y leve queja, pues incluso mi
garganta había quedado completamente inerte, sin vida.
Respecto
a lo que pasó después, no sabría explicarlo con exactitud. Me
atreveré a relatarlo más mal que bien con las pobres palabras que
vaya encontrando improvisadamente a mi paso, pues para describir los
horrores del infierno, el lenguaje humano se muestra completamente
ineficaz, y jamás podrá describir con exactitud lo que está
viendo. Sólo sé que, sin ojos, sentí mi cuerpo desvanecerse,
convertirse poco a poco en humo. Y, sin ojos, igual que veía la
vieja, yo también vi desde mi nuevo estado como de uno de los
cuervos se deshacía también en una negra niebla. Y la niebla en la
que yo me había deshecho adquirió a su vez la forma de un cuervo,
acaso la misma que acababa de “ver” desvanecerse. Y noté que,
con mi nueva forma y mi nueva voz, que cantaba a los misterios de la
noche, y mi nuevo oído, que era capaz de entender idiomas antes
ininteligibles, una orden silenciosa, no pronunciada en ninguna
lengua conocida por el ser humano, una lengua tan antigua como el
propio mundo, me instaba a guarecerme en una de las cuencas oculares
de la vieja. Esa iba a ser mi morada a partir de ese día. Ahí debía
esperar, día tras día, quizá durante meses, o años, o incluso
siglos, quién sabe, a que algún otro ingenuo cayese en la temible
trampa en la que yo también había caído, y liberase mi alma al
sustituir mi puesto en tal infernal morada, como yo había sustituido
el alma de quién sabe qué otro desgraciado. De hecho, ni sé el
tiempo que ha pasado ya desde aquel fatídico día, pues aquí, en
este mi nuevo y repugnante hogar, el tiempo, tal cual lo contaba
cuando aún poseía mi humana forma, ya carece de todo sentido. No sé
cuánto ha pasado, ni sé cuánto habrá de pasar hasta que mi alma
sea liberada. Quizá la espantosa respuesta a tal pregunta no
quisiera yo jamás escucharla. Quizá la respuesta sea: nunca más.